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Capítulo 1.
–¡No te me acerques!– grité, apenas pudiendo reconocer mi propia voz, el daño en mis cuerdas vocales siendo demasiado notorio. Mi corazón, pesado como una piedra, latía contundentemente, ensordeciendo mis oídos. Deseaba darme la vuelta, ver quién me perseguía mejor, si seguía a mis espaldas y si realmente me haría daño.
Quise darme la vuelta, pero no lo hice.
En mi mente los recuerdos llegaban como visiones: mi campamento destrozado, los cuerpos de mis amigos sin vida alguna y mutilados hasta volverse irreconocible. No había duda alguna de que había sido su culpa, vi su bufanda a rayas mancharse del bordo de la sangre.
—¡No quiero hacerte daño!
Al soltar esas palabras sus pasos frenaron, el bosque mismo pareció callarse. Y, contra mi propia voluntad, mi cuerpo se volteó. A solo metros de distancia me encontré con dos ojos verdes observándome, cristalinos y lagrimosos. Una emoción desconocida e indescriptible inundaba el rostro de aquel muchacho.
Extraña, imbécil y estúpidamente, parte de mí creía en él. Su voz era demasiado gentil, su comportamiento no denotaba ningún tipo de agresividad y, después de todo, había visto el final de mis amigos; nunca su muerte. Aun así resumí mi correr, él no era más que un lobo cazando a un cordero. Simplemente, estaba esperando a que tomara la carnada y me adentrara en su boca afilada.
Finalmente, mi escape dio frutos. A lo lejos, una cabaña de roble estaba en pie, por lo menos lo suficientemente para resguardarme. Parte de su techo estaba desmoronado, sus paredes agrietadas en lugares y claramente deshabitada. Corriendo tan rápido como se me fue posible me abalancé sobre la puerta y esta se abrió de par en par, la llave incrustada del otro lado no dando pelea alguna.
Una vez dentro me arrodillé en la alfombra carmesí, intentando recuperar el aliento. Sentía náuseas y mis pies eran incapaces de doler más, nunca antes había sentido tanta adrenalina —la cual estaba perdiendo su efecto— correr por mis venas. Deslicé el pulgar por mi mejilla con molestia, al parecer una rama me cortó durante mi frenesí, pues un líquido rojo emanaba de mi piel.
Cuando finalmente me estabilice levanté la cabeza, mis ojos aun ajustándose a la penumbra dentro de la casa. «Me pregunto si alguien siquiera ha llegado a vivir aquí.» Varios minutos pasaron en el más completo silencio, acomodándome lentamente a la oscuridad para ponerme de pie y seguir mi trayecto.
Examiné la habitación donde me encontraba, la sala de estar dándome una fría bienvenida. A pesar de estar —aparentemente— abandonada, el suelo estaba repleto de pequeños lienzos y latas que los acompañaban. Caminé cuidadosamente, casi cojeando, e intentando no pisar la mugre que me rodeaba, no queriendo causar ruido que me delatara.
A pocos pasos una escalera empinada se presentaba frente a mí. Algunos de sus escalones no estaban ahí, probablemente desechados en algún rincón, otros estaban a punto de destruirse por completo, solo necesitaban un poco de peso… Dudé mucho si subirlas o no, esperando minutos en la oscuridad e imaginando un escenario donde me quedase abajo: escondiéndome a rastras tras de un mueble, debajo de una mesa podrida o incluso en una esquina, cuando una sombra apareciese y terminara conmigo.
«Supongo que en realidad no tengo elección en esto».
De un momento a otro ya estaba subiendo por la escalera, escuchando cada crujido insalubre y sujetándome del barandal no tan seguro. Con cada paso los escalones amenazaban con desarmarse bajo mis pies con un sonido estremecedor, rezaba que nadie los escuchara. Al llegar al último escalón me percaté de su inexistencia, mi pie se había deslizado en el hueco donde debería estar y por poco caigo al vacío de la casa. Me quejé suavemente y levanté el pie de nuevo, llegando hasta el segundo piso.
Miré de lado a lado y un pasillo abrumador me envolvió. Debatí si dirigirme a la izquierda o la derecha, ambas opciones demasiado oscuras como para considerarlo plenamente. Finalmente, elegí la última e intenté abrir cada puerta en mi camino, pero descubrí que todas estaban bajo llave. Entre puertas volteaba la cabeza, en mi ligero delirio el pasillo se sentía como una enorme boca que me iba a devorar. Sin embargo, tras más de cinco minutos, la última puerta cedió.
«Finalmente», pensé.
Con un ligero toque se abrió un par de centímetros, los suficientes para que pudiese ver del otro lado. Mientras asomaba la cabeza, el pulso de mi corazón en el cuello me distrajo de mis otros dolores. Me convencí a mí misma que no habría nada del otro lado del umbral, simplemente sentía la paranoia de mi persecución anterior.
Sangre, opaca y al rojo vivo.
En el suelo, en las paredes, incluso en el techo. Su rojo metálico inundando la habitación, por doquier, una grotesca obra de arte. El recuerdo del campamento palidecía al compararse con este lugar.
A mí alrededor cadáveres posaban de manera grotesca, piernas y brazos contorsionados de manera en la que no deberían, sus dedos doblados y decayéndose —podridos— con larvas comiendo la poca piel que no fue cubierta por arcilla de esculpir. Enfrente, detrás, de un costado y del otro; piezas de arte de tonos carmesí me observaban, algunas más frescas que otras, pero todas tenían algo en común, un olor putrefacto que me obligaba a vomitar.
En medio de la escena morbosa que me rodeaba había una figura. Completamente devorada por la oscuridad, unos ojos azules me estudiaban con una expresión incomprensible, algo extraño en su mirar. En su mano derecha un pincel, y en la punta de este un color bermejo, delatando al malhechor que creó esta enfermiza muestra de arte.
Ese instante en que nuestras miradas se cruzaron se sintió como una eternidad, una eternidad con mis pies atorados en el piso y en el más completo silencio. Tras lo que parecieron horas, logré despegar mis pies de la alfombra azabache, y di un paso hacia atrás. Él correspondió con uno hacia delante, y en ese momento lo supe: si no tomaba la oportunidad no saldría con vida. Con incertidumbre despegué la mirada, observando con la periferia la puerta por donde había entrado.
Él se percató. Aprovechando mi vacilación avanzó de nuevo, yo lo miré y sin darle importancia, él se abalanzó sobre mí, intentando bloquear mi salida. Pero yo fui más rápida, mi adrenalina despertando una vez más, y corrí con todas mis fuerzas, ignorando el dolor en mis pies. Corrí y no me detuve, escuchando su respiración agitada a mis espaldas y la mía, intentando escapar tal y como lo había hecho antes. Solo que ahora no sabía si lo haría con vida.
La longitud del pasillo se me hizo infinita en esa carrera por mi vida. Pareciese que no llegase a su fin cuando vi el barandal de las escaleras de madera. Sin pensarlo una segunda vez, empecé a descender.
«¿Pero qué mier…?», modulé. Había dejado de avanzar por completo, mi pie deteniéndose por sí solo hasta que lo recordé: el escalón que faltaba. Por un milagro logré levantar mi pie justo cuando sentí su aliento sobre mi cuello cuando…
Antes de darme cuenta ya estaba sentada de trasero en el primer piso, no paré ni un solo segundo a contemplar lo que acababa de pasar. Ni siquiera para quejarme del ardor en mis articulaciones, el dolor de cabeza que había vuelto más fuerte que nunca, o el líquido frío que bajaba por mis rasguños. Y sabiendo que mi caída repentina lo dejó con más de una pregunta, me escabullí dentro de una habitación cualquiera.
Tenía ansias de largarme de aquel maldito lugar, no solo la casa carroñera, pero también del bosque que inició mi tortura. Sin embargo, no podía simplemente salir como si nada, sabía qué tan rápido era y que había logrado sobrevivir por pura casualidad. Además, y morbosamente, no era el único asesino tras de mí. Así que decidí esconderme hasta que él se olvidará de mí, o hasta que pensase que había escapado hacia el bosque.
Imaginé que él saldría a buscarme por la puerta principal mientras gateo por la trasera. El chico de ojos verdes también se hubiese cansado de mí —cansado de correr tras un ratón— y me permitiese regresar por aquel camino de tierra, marcado por carteles desvanecidos y grafiteados. Entonces saldría hasta la autopista, le pediría ayuda a un auto y rogaría por su celular para llamar a la policía. Llegaría a casa sana y salva, mis padres esperándome con lágrimas en los ojos.
Me recosté sobre la puerta suavemente. Un dolor inaguantable afectaba mis piernas, sucias por la tierra, raspadas y sangrando por ser el objeto de una cacería.
«¿Qué hice para merecerme esto?», pensé.
Mis ojos se nublaron por sí solos, ni siquiera tenía la energía suficiente para llorar. ¿Acaso había hecho algo malo, un pecado por el cual debía pagar? No lo sabía, pero el dolor en mis rodillas ya no era un simple ardor. Podía escuchar los pasos que recorrían la casa en busca de algo, en busca de mí. Lo único que los amortiguaba era una fina capa de paredes.
Una luz tenue iluminó mi rostro. No era más que una chispa en la oscuridad, pero captó mi atención. No sabía de dónde provenía o que la estaba provocando, aun así algo en mí me decía que no era nada bueno. De igual manera, gateé por el piso, buscando aquella fuente de luz.
Dos asesinos estaban tras de mí, ambos en menos de tres horas. Mi suerte tenía que cambiar.
Con eso en mente, empecé a moverme con sigilo, evitando todo lo que yacía en el suelo —ahora sabiendo a quién pertenecía. Me pregunté cómo es que alguien podía vivir en estas condiciones, quizás solo era un depósito más para sus obras bizarras… Mis manos habían empezado a sudar cuando finalmente encontré algo: un viejo celular. Tenía la pantalla quebrada y era un modelo demasiado antiguo para seguir funcionando, pero de alguna manera lo hacía.
«Puedo llamar a la policía con esto», susurré.
Agarré el teléfono entre manos y busqué el ícono de las llamadas, extrañamente no estaba protegido, aún más extraño era el hecho de que tenía la batería vacía. Tampoco era nada de este mundo, algunos celulares tienen problemas con mostrar la carga real, otros con la batería en sí. Mi mejor amigo me lo había demostrado más de una vez, un aficionado a la tecnología por decir poco.
Quizás fue un truco de la luz, pero algo lentamente apareció en la pantalla. Lo que parecían píxeles quemados, lentamente formando un rostro antropomórfico, dos ojos, una nariz y la comisura de una boca. Pensé que era la falta de sangre —aunque no había sangrado tanto—, quizás una alucinación causada por el estrés.
Luego de unos segundos la imagen se hizo más clara: ojos vacíos y una sonrisa tétrica. El mundo se desvaneció de un momento a otro, aquella cara permaneciendo en mi mente como una luz cegadora. Sin importar a dónde mirase, el rostro me acechaba en la oscuridad.