«A Palas Atena, ilustre diosa, comienzo a cantar, la de ojos de lechuza, rica en industrias, que un indómito corazón posee, doncella venerable, que la ciudad protege, valerosa Tritogenia, a la que solo engendró el industrioso Zeus en su santa cabeza, de belicosas armas dotada, doradas, resplandecientes». Himno Homérico, c. s. VII a. n. e.; trad. J. Torres.
Lo veo frente a mí de nuevo, confuso a través del vidrio cóncavo de la cerveza. Alzo la cabeza y sus ojos brillan. La luz tenue del bar baña su rostro mediterráneo —nariz romana, iris oscuras, tez aceitunada— en los colores del alba. «¡Amigo!», comienza:
—¿Listo para otra historia?
Yo solo asiento con la cabeza, viendo como un mozo le trae un trago sin que él siquiera lo pidiese en primer lugar. Sus labios se mueven en un gracias mudo y lo toma sin preámbulos.
En las tres semanas que seguimos esta rutina, esperar su llegada en la esquina del local a medianoche, cada viernes y sábado, nunca lo he atrapado borracho. Sin importar cuántas copas de vino tinto o de cerveza burbujeante beba entre sus labios de fabulista, sus narraciones se mantienen claras, precisas y atrapantes entre el barullo del alcohol y las reuniones baratas.
Desconozco su nombre real. Cada día se presenta con uno distinto, atado a la historia que desea contar. A veces, un discípulo de Sun Tzu relata las incontables batallas dentro del imperio chino, otras, Ptolomeo explica con el sumo detalle las hazañas de Alejandro Magno en el occidente y su inconquistable pothos de expandir el imperio romano hasta el confín del mundo. Hoy, él es Mentes —hijo del rey de los Tafios— y su musa es Odiseo.
—Hay quienes cuestionan la veracidad de una guerra de Troya, ¿sabes? En su lugar, creen que la ciudad fue saqueada en múltiples ocasiones y que el gran Homero quizás no estuvo presente en ninguna de ellas. Narrando lo que pensó era necesario, sin saber los hechos.
—¿Cómo lo haces tú?— pregunté.
Presionó los labios, incrédulo, antes de soltar una carcajada.
—Ah, pero eso no lo sabés. Además, la mera existencia de Homero es discutida. ¿Es la Odisea un relato cultural, transmitido de cantor a cantor, o es la obra de un único autor legendario? Imposible saberlo. Pero te aseguro, amigo, que soy muy real.
Otra vez, me quedé en silencio. Y él de nuevo se rió, sin entender el sentimiento de extrañeza que transmitían sus palabras a quien lo oyese. Tomó otro sorbo de su vaso antes de continuar.
Lo que empezó como una introducción a las estratagemas ingeniosas de un Odiseo en Troya —el icónico caballo de madera con sus hombres en sus entrañas, esperando que sus ruedas se muevan para atacar al enemigo desatento—, terminó en descripciones fantásticas de ninfas de muslos blancos y trenzas rubias bañándose bajo cascadas, minotauros atrapados en laberintos imposibles, vírgenes transformadas en plantas y especias, la partenogénesis de dioses inmortales, las batallas herculianas de sus hijos semidioses, las torturas inmortales de malhechores —y víctimas bien intencionadas— en el tártaro (empujar peñascos, estar encadenados a estos, esperando águilas come-hígados).
Sus ojos brillaban con una nostalgia anacrónica, reviviendo escenas que yo solo había visto en obras renacentistas por manos mortales y tendones moribundos elevados sobre huesos raquíticos. ¡Dioses, diosas, semidioses, ninfas, minotauros, guerreros! Él regresa a Troya.
Y muestra sus dientes al hablar, su tono melódico:
—¡Elegir a la diosa lasciva! ¡El descaro parisino hasta el día de hoy!— lo veo fruncir el ceño por un segundo antes de retomar, plácido de nuevo. — Que más da, la historia supo que eligió erróneamente.
—¿Y a quien debió elegir?
Pausó.
—¿A quién elegirías tú, mi amigo?
—Atenea, claro. Si fuese un príncipe, algún día sería rey. Aunque el poder político de Hera fuese tentador, con tener un ardid de guerra llegaría al mismo resultado y con el conocimiento estratégico de los dioses, mataría dos pájaros de un tiro. La belleza es efímera, sin ofender a Helena ni Afrodita, quien desee hacerlo. O… quizás escucharte tan seguido a nublado mi juicio.
Su vaso estaba vacío del todo cuando alcé la mirada —las gotas resplandeciendo un ámbar gracias a las luces superiores, danzando con el viento de una ventana abierta en un lugar desconocido. Él me sonrió una última vez, con los ojos brillantes y grandes como un búho, ahora erguido y satisfecho. «Para nada, buena elección», me dijo antes de marcharse a través del umbral oscuro de la puerta.
El escándalo del bar volvió como una gran ola, hundiéndome en la soledad.
Era un domingo en la madrugada y no tenía más opción que deambular solo y borracho hasta casa, esperando impacientemente el siguiente viernes y su próxima visita. Le di lo que me quedaba de propina al mozo para después marcharme, titiritando ante las ráfagas frías del viento otoñal, extrañando ya el calor del bar. ¿Sabrán los beodos y miserables que un sabio joven se conmueve con ellos y los observa a lo lejos? ¿Él quiere que lo sepan?
Llegué a casa sano y salvo, escuchando solo el ulular de un ave lejana. Soy un miserable.